Tranquilo


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3.1.11

Un tal.



Considerablemente deprimido, Lucas se dice que a esas alturas lo único
que cabe es una especie de intrapolación: también esto, lo que está pensando en este momento, es un mecanismo que su conciencia cree comprender y controlar, también esto es un antropomorfismo aplicado ingenuamente al hombre. «No somos nada», piensa Lucas por él y por el pulpo.


—¿Se le perdió algo, señor? —inquirió la señora entre cuyos tobillos proliferaban los dedos de Lucas. —La música, señora —dijo Lucas, apenas un segundo antes de que el senador Poliyatti le zampara la primera patada en el culo.


Como es natural, los estudiantes se precipitan inmediatamente a sus diccionarios para traducir el pasaje, tarea que al cabo de tres minutos se ve sucedida por un desconcierto creciente, intercambio de diccionarios, frotación de ojos y preguntas a Lucas que no contesta nada porque ha decidido aplicar el método de la autoenseñanza [...] cosa a la que Lucas responde que muy bien podría ser aunque lo más seguro es que quién sabe.


Lucas es un clínica de cinco estrellas, los-enfer-mos-tienen-siempre-razón.


Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede compararse a
la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo empezará lo más bien, suave y silencioso, pero ya hacia el final, guardando la misma relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha. Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse hacia atrás al punto que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa; prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.


Amarillo,
reflexiona Lucas en voz alta, y eso al mismo tiempo es una orden, mejor con el amarillo que es un color dinámico y entrador, y vos qué estás esperando.


Por supuesto, dice Lucas, a ver si encima de puto me vas a
tomar por gil.


—Ponele —dice alguien—, pero frente a la coyuntura histórica el escritor y
el artista que no sean pura Torredemarfil tienen el deber, oíme bien, el deber de proyectar su mensaje en un nivel de máxima recepción.
-Aplausos.



Siempre he pensado —observa
modestamente Lucas— que los escritores a que aludía son gran mayoría, razón por la cual me sorprende esa obstinación en transformar una gran mayoría en unanimidad. Carajo, ¿a qué le tienen tanto miedo ustedes? ¿Y a quién si no a los resentidos y a los desconfiados les pueden molestar las experiencias digamos extremas y por lo tanto difíciles (difíciles en primer término para el escritor, y sólo después para el público, conviene subrayarlo) cuando es obvio que sólo unos pocos las llevan adelante? ¿No será, che, que para ciertos niveles todo lo que no es inmediatamente claro es culpablemente oscuro? ¿No habrá una secreta y a veces siniestra necesidad de uniformar la escala de valores para poder sacar la cabeza por encima de la ola? Dios querido, cuánta pregunta.


además de la supuración en radiante tecnicolor Lucas se sentía más aplastado que pasa de higo. En numerosas ocasiones Lucas que tiene buen corazón ha puesto en práctica su método con sorprendentes resultados en la familia y amistades. Por ejemplo, cuando su tía Angustias contrajo un resfrío de tamaño natural y se pasaba días y noches estornudando desde una nariz cada vez más parecida a la de un ornitorrinco, Lucas se disfrazó de Frankenstein y la esperó detrás de una puerta con una sonrisa cadavérica. Después de proferir un horripilante alarido la tía Angustias cayó desmayada sobre los almohadones que Lucas había preparado precavidamente, y cuando los parientes la sacaron del soponcio la tía estaba demasiado ocupada en contar lo sucedido como para acordarse de estornudar, aparte de que durante varias horas ella y el resto de la familia sólo pensaron en correr detrás de Lucas armados de palos y cadenas de bicicleta. Cuando el doctor Feta hizo la paz y todos se juntaron a comentar los acontecimientos y beberse una cerveza, Lucas hizo notar distraídamente que la tía estaba perfectamente curada del resfrío, a lo cual, y con la falta de lógica habitual en esos casos la tía le contestó que esa no era una razón para que su sobrino se portara como un hijo de puta.



¿Verdad que funciona? ¿Verdad que es —que son— bello (s)? Preguntas de esta índole hacíase Lucas trepando y descolgándose También Lucas había diferido sus diferencias, porque si un soneto es de por sí una relojería que sólo excepcionalmente alcanza a dar la hora justa de la poesía, un zipper sonnet reclama por un lado el decurso temporal corriente y, por otro, la cuenta al revés, que lanzarán respectivamente una botella al mar y un cohete al espacio. Un vértigo, una brusca irrealidad. Es entonces cuando la otra, la ignorada, la disimulada realidad salta como un sapo en plena cara, digamos en plena calle (¿pero qué calle?) una mañana de agosto en Marsella. Despacio, Lucas, vamos por partes, así no se puede contar nada coherente. Claro que. Coherente. Bueno, de acuerdo, pero intentemos agarrar el piolín por la punta del ovillo.



Son las diez de la mañana y Lucas un poco sonámbulo pregunta a la señora de Informaciones corno se consiguen los artículos de la lista y la señora le dice que hay que salir del hospital por la derecha o la izquierda, da lo mismo, al final se llega a los centros comerciales y claro, nada está muy cerca porque el hospital es enorme y funge en un barrio excéntrico, calificación que Lucas habría encontrado perfecta si no estuviera tan sonado, tan salido, tan todavía en el otro contexto allá en las colinas, de manera que ahí va Lucas con sus zapatillas de entrecasa y su camisa arrugada por los dedos de la noche en el sillón de supuesto reposo, se equivoca de rumbo y acaba en otro pabellón del hospital, desanda las calles interiores y al fin da con una puerta de salida, hasta ahí todo bien, aunque de cuando en cuando un poco el sapo en plena cara, pero él se aferra al hilo mental que lo une a Sandra allá arriba en ese pabellón ya invisible y le hace bien pensar que Sandra está un poco mejor, que va a traerle un camisón (si encuentra) y dentífrico y sandalias. Todo suena como en un mal sueño porque Lucas se cae de cansado y hace un calor terrible y no es una zona de taxis y cada nueva indicación lo aleja más y más del hospital. Venceremos, se dice Lucas secándose la cara, es cierto que todo es un mal sueño, Sandra osita, pero venceremos, verás, tendrás la toalla y el camisón y las sandalias, puta que los parió. Lucas olvidará este momento en que solo y perdido se descubre en lo absurdo de no estar ni solo ni perdido y sin embargo, sin embargo. Piensa vagamente (se siente mejor, empieza a burlarse de esas puerilidades) en un cuento leído hace siglos, la historia de una falsa banda de música en un cine de Buenos Aires.



A la hora de su muerte, si hay tiempo y lucidez, Lucas pedirá escuchar dos
cosas, el último quinteto de Mozart y un cierto solo de piano sobre el tema de I ain't got nobody. Si siente que el tiempo no alcanza, pedirá solamente el disco de piano. Larga es la lista, pero él ya ha elegido. Desde el fondo del tiempo, Earl Hiñes lo acompañará.

J,C.



Lucas.

Nunca pido permiso.
un °Pez.